30 de septiembre de 2011

Mónica Angelino



El domingo 25 de septiembre, el día primaveral invitaba a pasear y decidimos, Jesús ( mi marido) y yo, ir hasta Plomer, Partido de las Heras y conocer esa vieja estación de tren. Al llegar vimos algunos autos, gente disponiendo platos y cubiertos en mesas agrupadas sobre el andén. Bajamos de la camioneta y lo primero que llamó nuestra atención fue el reloj, el mismo de decenas de años atrás, funcionando a horario daba, exactamente, las 13,35 hs. Algunas personas, amigas del ferrocarril que estaban allí junto a la parrilla asando carnes y brochetes, nos contaron que el vecino más antiguo de Plomer: Don José, dos o tres veces por semana se acerca a darle cuerda al reloj, y que otro amigo del ferrocarril, con mucho arte, tallando la pieza que hacía falta pudo lograr que el reloj volviera a funcionar.

Ver esos rieles perderse más allá de los ojos hacía que el pecho se volviera locomotora a vapor, contrito en la nostalgia. Se podía ver, claramente como el avance, el progreso, los intereses creados, actuan en contra del interés por preservar la historia, por fomentar el turismo haciendo, (como sería fantástico) un corredor turístico, poniendo una locomotora y dos o tres vagones a funcionar, refaccionando estaciones, reacondicionando lugares propios de los pueblos, con su idiosincrasia, sus historias, sus gentes. Pero, claro, esto no es el circuito de la costa, no daría tanta plata y, seguramente, no sería rentable para capitales extranjeros (los que siempre se llevan todo lo nuestro) y, ni a los capitales argentinos, ni al estado nacional ni provincial, ni a los municipios les interesa la preservación de lo que formó parte de nuestra cultura y desarrollo y fue, como quién dice, tirado a los chancos. Aun así y por sobre todo, como muestra de que tarde o temprano la vida reverdece, una flor asomaba entre los rieles para certificar que la belleza sigue siendo posible.

















De Plomer (y quedándonos con las ganas de probar el asadito), marchamos hasta La Choza y ahí, el dolor se hizo escombros al ver que de la estación sólo quedaban , como muestra del pasado, los carteles que anunciaban el ingreso y egreso del pueblo con el nombre de la estación y que sería de esperar, no desaparecieran. Allí conocimos a un vecino: Rubén Prieto, que tiene un almacén- bar, justo cruzando la calle, hace más de 60 años y que, a partir del primer día de octubre de 2011, cerrará sus puertas porque “qué puede hacer un bolichito de estos en un pueblo muerto donde, no estando tan lejos de ciudades vecinas la gente con sus vehículos se va hasta los supermercados y se abastece para todo el mes o toda la semana. Lo cierro nomás, qué se le va a hacer”. Este hombre con bondad infinita nos recibió en su local, nos mostró sus colecciones, sus antigüedades y nos regaló un farol a querosene; gestos de gente de pueblo, que, como en Hortensia, te mira a los ojos y al hablarte del ferrocarril, de cómo todo se fue muriendo, se llenan de lágrimas, se les hace trocha angosta el corazón.

Le preguntamos a Rubén, por qué sólo había escombros en lugar de la estación y dijo “Un día aparecieron los militares con camiones y camiones y tiraron abajo la estación, que era de chapas, y se llevaron todo. Ahí estaba la boletería, allá la sala del jefe, por ahí los baños…. todo se llevaron”.

Paseos de domingo. Historias que cuento para preservar/nos la historia.